las manos se confunden en los espejos...
-Había una vez -comenzó diciendo el solterón-, una niña llamada Berta, que era extraordinariamente buena.
El interés que se había despertado en los niños se debilitó de inmediato; todos los cuentos eran espantosamente parecidos, sea quien fuere quien los contara.
(...)
-¿Era hermosa? -preguntó la niña mayor.
-No tan hermosa como ustedes, pero era espantosamente buena.
Se produjo una reacción favorable hacia la historia; el uso de la palabra "espantosamente" en relación con la bondad constituía una novedad llena de promesas. Parecía introducir en el cuento un hálito de verdad extinto en las historias de la tía sobre la vida infantil.
El narrador de cuentos, Saki
El interés que se había despertado en los niños se debilitó de inmediato; todos los cuentos eran espantosamente parecidos, sea quien fuere quien los contara.
(...)
-¿Era hermosa? -preguntó la niña mayor.
-No tan hermosa como ustedes, pero era espantosamente buena.
Se produjo una reacción favorable hacia la historia; el uso de la palabra "espantosamente" en relación con la bondad constituía una novedad llena de promesas. Parecía introducir en el cuento un hálito de verdad extinto en las historias de la tía sobre la vida infantil.
El narrador de cuentos, Saki
Crónicas de lo imaginario/ Prácticas de patín sentado y otros estudios patafísicos/ Discursos en la casa/ Cuentos de terror para niños, seguido de los Ejemplos Incorrectos y de los Microcuentos y Fisuras del Lenguaje
PREFACIO
Sobre los lindos puentes de Paris, sobre los muelles y los puentes, guardia-loco, guardia-loca, sobre los puentes de Paris hermoso, sobre los muelles y los puentes, pesquemos la locura.
Sobre los lindos puentes de Paris, Paul Fort.
La broma sólo pudo ocurrírsele a Ruben D’Alba, que defendía la veracidad de las crónicas de Luciano de Samosata frente a las de Herodoto y las de Herodoto frente a las de Eric Hobsbawm. (Nunca me lo dijo, pero debía ser así, aunque no los conociera.) Sólo pudo ser él, porque frente a un tablero de ajedrez le venía cara de instructor de fútbol y a esa cara, tan parecida a la de los cínicos en los boliches, le venía la mueca de pensar que todos los movimientos habían sido vistos y sólo quedaba inventar imposibles. Además, sabía que en mis reseñas de libros en El San Cristóbal rara vez me permitía leer el libro, más por afán lúdico que por pereza. Prefería reseñar desde el título y alguna charla informal que haya, o podría haber tenido, con el autor en caso de que lo conociera personalmente, sino me conformaba con el título y mi más simple imaginación. Aun así, cuando abrí la carta de La Santa Altanas, no pensé en él, a pesar de lo rebuscado del anagrama. No pensé en nada, no tengo en realidad la costumbre. Me serví una taza de café, miré la carta que había dejado sobre la mesa de la cocina y empecé a escribir.
Durante semanas, escribí una crónica por sábado, que entregaba puntualmente al buzón de correo a la vuelta de casa (la cercanía del buzón debió incidir en mi asentimiento), por las que se me pagaría luego con dinero imaginario.
No esperaba paga, en realidad, aunque sospecho que estoy recibiéndola.
A Ruben lo velamos en Reyes. La carta me llegó el primer día del año chino. Hace un mes y medio entregué la última crónica. Esa misma tarde, intenté pagar cigarrillos con un billete de doscientos; el quiosquero no tenía cambio y me pidió que se los pagara después. Al día siguiente encontré el quiosco cerrado y la nota: “Cerrado por reformas sentimentales” pegada sobre el asedio del óxido. Recordé la dedicatoria de El Experimento de Pott (“A mis clientes, por tantos años de cerrado por reformas sentimentales”), una novela que le había prestado una vez al quiosquero, que al parecer este había resuelto animar a costa de su propia vida (cómo si tuviera otra) y supuse que no lo vería por semanas. Así fue y jura que nunca me vendió los cigarrillos.
A partir de entonces, me basta desear cualquier cosa que pueda comprarse y me hago de ella de la forma más estrafalaria, pero gratis.
El martes me detuve a ver un disco, el que escucho ahora. Una mujer, que había comprado uno, salía del comercio y me pidió que la acompañara a la esquina porque se sentía insegura. Llegados a la esquina, la mujer huyó gritando y soltando el disco que había comprado. Lo recogí. Me di vuelta para ver al encargado del comercio, se encogió de hombros. Lo imité.
He descubierto ciertas reglas en la forma de paga. Siempre hay algo que debo hacer (acompañar a la mujer) o algo que he hecho (haberle prestado la novela al quiosquero); a su vez, lo hecho se relaciona con cosas que quiero y podría conseguir sin esfuerzo (los cigarrillos) y lo que debo hacer con cosas que quiero y no puedo comprar en ese momento (el disco). Finalmente, la peligrosidad de lo que debo hacer y el grado de locura que se manifiesta en mi ayudante están en relación directa con el precio de lo que deseo. A mayor precio, mayor locura. Ruben no era tonto.
Pero siempre hay locura.
La noche del velorio, mientras caminábamos de vuelta, Mariana Figueroa jugó con la idea de que Ruben contaba esa noche con una clarividencia que nos hacía a todos personajes de su relato. Ruben había escrito, o estaba escribiendo, esa noche. El fondo de la fantasía es accesible, lo que nos interesó con Mariana fue su contorno.
Ruben soltó su imaginación instantánea en el velorio, provocando una pequeña locura en quienes se acercaron a su cuerpo. La locura no se manifestó en ese momento, sino después, como si Ruben hubiera soltado un virus, y al manifestarse contagió a otros que no habían estado junto a su cuerpo (el quiosquero, la mujer). El virus pasa de un cuerpo a otro abandonando al primero, por eso la ciudad mantiene su aspecto corriente a pesar de que hay un número determinado de locos, idéntico al de personas que se acercaron al cuerpo de Ruben, dispuestos a satisfacer mis necesidades materiales.
La teoría es descabellada; que yo pueda obtener lo que quiera sólo deseándolo, también. La verdad está en que todo puede estar en lugar de todo, todos podemos estar equivocados y hay que cuidarse de responder a una sonrisa bonita en la calle; o no, yo qué sé...
El patafísico, si no tiene en verdad razón alguna para ser moral, no tiene ninguna para no serlo. Es por eso que sigue siendo el único que puede, sin la decadencia de los conformistas, ser honesto.
Louis-Irinée Sandomir, en una ponencia
realizada en el Colegio de Patafísica de Francia.
LAS RUBIAS Y SUS COSTUMBRES
Algunas ideas que los hombres se hacen del universo femenino obedecen a su propio universo antes que al universo que intentan describir. Las mujeres son depositarias de aquello que los hombres no se permiten atribuir a sí mismos, o no terminan de entender en sí mismos. La afirmación vale también para la idea que se hacen las mujeres del universo masculino y tal vez aparezca más claro, al menos para los hombres, en ese caso. El hombre que piensa con los genitales es una proyección de un rasgo que las mujeres no pueden atribuirse sin que resuene, aun en lo más remoto, la palabra “puta” (vale acotar, como lo sabe cualquier enamorado/a, que se piensa con el cuerpo). Los hombres hablan de las mujeres como si hablaran de sí mismos convertidos en otros. Yo me encuentro frente a un desdoblamiento doble, porque, siendo hombre y morocho, me ocuparé de las rubias.
No me ocuparé de aquellas rubias que viven en países donde la mayoría de la población es rubia (de las que me atrevería a afirmar que no son rubias); sino, de las rubias americanas. Tampoco me limitaré únicamente a las rubias naturales, en próximos párrafos, espero que quede claro que el ser-rubia-en-el-mundo es algo de lo que pueden apropiarse algunas castañas.
Intentemos esclarecer el atractivo de las rubias. Es sabido que cuando una mujer es la única de su género en una reunión su atractivo se acrecienta. Puede salir ya no con amante sino con marido. Si es hábil y se las ingenia para ser siempre la única en reuniones venideras, tendrá un matrimonio feliz y apasionado (al menos las noches de sociales). Algo análogo pasa con las rubias americanas. Ya al cruzarnos con una mujer en la calle sabemos que es muy probable que nunca volvamos a verla y nos sentimos tentados a abordarla con la urgencia que ninguna vecina podrá provocarnos. Si la mujer en cuestión es rubia el impulso es más apremiante, porque a la escasa probabilidad de cruzarse con una misma mujer dos veces, se suma que es poco probable cruzarse con una rubia.
Este argumento admite dos contra-argumentos; el primero, matemático; el segundo, de entorno.
En términos de cálculo, la probabilidad de cruzarse con una mujer dos veces no tiene relación con el color de su pelo. Lo que determina la probabilidad es la condición de que sea esa mujer, y no otra, la que tengamos que ver dos veces. Es el mismo principio por el que dados a elegir tres números en un sorteo la combinación 1, 2 y 3 tiene la misma probabilidad de ser la ganadora que 7, 34 y 57, lo que importa es que tienen que ser esos tres números y no otros. La relación de los números entre sí no incide. El bolillero es tan desmemoriado como los criminales ante el juez. Sin embargo es más probable que los números no sean consecutivos, lo que lleva a cualquier jugador a preferir la segunda combinación a la primera, aunque ambas tengan la misma chance. De la misma forma, dejar pasar una rubia, le parecerá, a cualquier jugador-juguete del amor, tan imperdonable como prender la estufa con el boleto ganador de lotería.
El argumento del entorno preguntará: “¿En estos días de tintura y California, no pululan las rubias? No. Si bien es cierto que es tan natural teñirse el pelo como cortárselo, o simplemente peinárselo, no es menos cierto que una cabellera rubia no hace a una rubia, como una fortuna no hace a un millonario. Las rubias caminan como si estuvieran en otra habitación, idéntica a la que estamos pero paralela; miran como si abarcaran todo con la mirada; se paran como si fueran más altas que su estatura. Estas hábitos se escriben en su cuerpo y le dan el carácter definitivo de rubias, como el barniz de un mueble que ha penetrado en la madera.
Una rubia seguirá siendo rubia aún con el pelo negro, porque ha sido rubia, ha crecido con su madre cepillándole incansablemente el pelo, escuchando “Qué linda,” embriagada por el champú de manzanilla (ella y su madre) y la sospecha de que no es como las demás. Así las castañas, que comparten en un nivel inicial esa crianza, pueden llegar a convertirse en rubias aun sin teñirse.
El atractivo de las rubias americanas se basa en ser pocas y se refuerza porque, al ser pocas y anheladas, se han convertido en singulares.
Esclarecido el atractivo de las rubias pasemos a dilucidar el único problema: ¿Cómo conquistar a una rubia?
Si el atractivo de las rubias radica en la singularidad es muy probable que la singularidad las atraiga. No parece descabellado que el gobierno mande a los niños morochos a criarse en países donde los morochos sean tan admirados como las rubias en América (habrá pocos, pero alguno habrá) con el fin de que estos niños puedan construirse una singularidad complementaria a la de las rubias y asegurarse, así, la felicidad al volver. Sería la mejor forma de parar la emigración en nuestra parte del continente.
Pero el lector estará interesado en conquistar una rubia ahora que tiene ganas de amar profundamente, ya sea en sentido figurado o literal, a una mujer. Aprópiese, entonces, de una serie de marcas de distinción, lleve binoculares al estadio, combine championes y pantalones con bajo, guarde a la vista en su billetera la foto de la rodilla de alguien; así como de acciones extremadamente extrañas, que se cuidará de no hacer frente a la rubia en cuestión para no espantarla, pero que le ayudarán a usted mismo a construir su ser singular: leer poemas de pie en el ómnibus, devolver las hojas caídas a los árboles, discutir con los perros. Finalmente, asuma actitudes de singularidad moderada, para dejarle claro que usted no es completamente de este mundo pero tampoco de otro, como utilizar una consumición de ciento cincuenta pesos para pedir una Coca Cola en un boliche, porque era lo que tenía ganas de tomar.
Si el universo que los hombres crean para las mujeres es, en realidad, su propio universo, y las mujeres hacen lo mismo con los hombres, se sigue que o bien hay sólo hombres o bien hay sólo mujeres en este mundo; como siempre sospechamos. Eso sí, morochos somos muchos; y rubias, pocas, como corresponde a su naturaleza, pero exquisitas, al decir brasilero y oriental.
PENAS DE UNA CAJA Y SU SEÑORA
Una se acostumbra a que le tiren de la tapa sin siquiera molestarse en agarrarle los costados. Nunca apoyar la yema de los pulgares en los vértices de la tapa; deslizar los otros dedos por los costados, llevándola a una hacia adelante y levantando la tapa en el mismo movimiento. Nunca. Vienen y te levantan la tapa, así porque les da la gana, y nunca se sabrá si en realidad querían sacar algo o no.
Hoy me falto un caracol, qué irá a decir la señora...
Yo creo que la entiendo a la señora con sus caracoles. Una caja es como una concha. Las cosas perlas crecen hasta que un día una sale, pero la concha nunca queda igual.
Por eso es feo cuando te agarran así de una; te abren, te sacan algo y te cierran. Primero, porque una nunca queda bien cerrada; segundo, porque no aprecian ese tiempo que una invirtió en conservar algo.
También es feo porque siempre existe la conciencia de que un día todo se perderá.
Es cierto que la transformación seguirá aunque haya salido el último caracol. Sólo habrá cambiado de ritmo y dimensiones.
El polvo se seguirá metiendo, seguirá mezclándose con la arena casi invisible y las astillas de la piel de los caracoles. Pero nadie vendrá a levantar la tapa. Y una se quedará con todo eso, que es nada, podrido adentro.
Pero la señora no me entendería, no estoy segura de que la señora entienda algo realmente. Tal vez sí, por lo de los caracoles.
Pobre, se va a poner tan triste...
UN NIÑO ANSIOSO
A Jorge le gustaba comerse las uñas. Una vez se mordió un pedazo de dedo y lo arrancó. Vio que el dedo volvía a crecer al instante y lo comió entero. Espero que volviera a crecer completo y volvió a comérselo. Así estuvo toda una tarde. Más que nada le gustaba lo rápido que el dedo crecía y la rapidez con que tenía que morder para llegar a desaparecerlo por completo.
La noche que siguió a aquella tarde del descubrimiento, se le ocurrió pensar qué pasaría si mordiese a su hermana.
Se acercó a ella, dormida en la cama de al lado, y empezó a masticarle la oreja. Vio que la oreja de su hermana crecía al instante, como había crecido su dedo, y aquello lo alentó a seguir comiéndola. Cerró los ojos y mordió, mordió, mordió hasta tragarla por completo. No quedó nada de ella en la cama, así que no pudo regenerarse, al menos allí.
El trabajo de digerirla sumió a Jorge en un sueño profundo.
A la mañana, su madre lo sorprendió al despertarlo. Lo llamó como su hermana y preguntó por él. Corrió a verse. Frente al reflejo de su hermana en el espejo, sólo el olvido de que era Jorge lo tranquilizó. Llevó su cabellera a un lado para desenredarla y contestó:
-No lo veo desde anoche.
EL EMPERADOR, EL RUISEÑOR Y EL SABIO
El Emperador de China (es de buen tono literario atribuirle historias extraordinarias a los emperadores chinos, más si se hace participar en ellas, como es este el caso, a un ruiseñor) mandó dorar el pico de su ruiseñor más melodioso. Naturalmente, el pájaro no volvió a cantar, ni siquiera pudo mantenerse más en pie. Apenas terminaron de bañarlo, el peso del oro lo hizo inclinarse hacia delante y terminó con el pico dorado enterrado en la madera de la mesa y con una expresión de mea culpa, dirigida al Emperador, en los ojos.
-Lo valioso, cuando no es bueno, sólo vale su precio –sentenció el sabio de la corte.
El Emperador asintió con la cabeza, mando quitar el oro del pico del ruiseñor, que volvió a cantar como antes (hay quien dice que hasta mejor por su nuevo sentido de la tragedia), y con el oro quitado, y un poco más que sacó de su bóveda, hizo rellenar la boca del sabio.
Sabio, pero imprudente.
UN CASO EXTRAÑO
Cada 27 de Febrero, la mujer se para en la misma esquina. No espera a nadie, ni le ha ocurrido nunca nada allí que quiera rememorar. Resolvió un día, mientras caminaba, detenerse y mirar hasta que se pusiera el sol, que ni siquiera se pone en aquella esquina.
Su único temor es a que un día ensanchen la calle pero eso le pasa a todo el mundo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)