PREFACIO




 
 Sobre los lindos puentes de Paris, sobre los muelles y los puentes, guardia-loco, guardia-loca, sobre los puentes de Paris hermoso, sobre los muelles y los puentes, pesquemos la locura.
         
Sobre los lindos puentes de Paris, Paul Fort.



La broma sólo pudo ocurrírsele a Ruben D’Alba, que defendía la veracidad de las crónicas de Luciano de Samosata frente a las de Herodoto y las de Herodoto frente a las de Eric Hobsbawm. (Nunca me lo dijo, pero debía ser así, aunque no los conociera.) Sólo pudo ser él, porque frente a un tablero de ajedrez le venía cara de instructor de fútbol y a esa cara, tan parecida a la de los cínicos en los boliches, le venía la mueca de pensar que todos los movimientos habían sido vistos y sólo quedaba inventar imposibles. Además, sabía que en mis reseñas de libros en El San Cristóbal rara vez me permitía leer el libro, más por afán lúdico que por pereza. Prefería reseñar desde el título y alguna charla informal que haya, o podría haber tenido, con el autor en caso de que lo conociera personalmente, sino me conformaba con el título y mi más simple imaginación. Aun así, cuando abrí la carta de La Santa Altanas, no pensé en él, a pesar de lo rebuscado del anagrama. No pensé en nada, no tengo en realidad la costumbre. Me serví una taza de café, miré la carta que había dejado sobre la mesa de la cocina y empecé a escribir.
Durante semanas, escribí una crónica por sábado, que entregaba puntualmente  al buzón de correo a la vuelta de casa (la cercanía del buzón debió incidir en mi asentimiento), por las que se me pagaría luego con dinero imaginario.
No esperaba paga, en realidad, aunque sospecho que estoy recibiéndola.
A Ruben lo velamos en Reyes. La carta me llegó el primer día del año chino. Hace un mes y medio entregué la última crónica. Esa misma tarde, intenté pagar cigarrillos con un billete de doscientos; el quiosquero no tenía cambio y me pidió que se los pagara después. Al día siguiente encontré el quiosco cerrado y la nota: “Cerrado por reformas sentimentales” pegada sobre el asedio del óxido. Recordé la dedicatoria de El Experimento de Pott (“A mis clientes, por tantos años de cerrado por reformas sentimentales”), una novela que le había prestado una vez al quiosquero, que al parecer este había resuelto animar a costa de su propia vida (cómo si tuviera otra) y supuse que no lo vería por semanas. Así fue y jura que nunca me vendió los cigarrillos.
A partir de entonces, me basta desear cualquier cosa que pueda comprarse y me hago de ella de la forma más estrafalaria, pero gratis.
El martes me detuve a ver un disco, el que escucho ahora. Una mujer, que había comprado uno, salía del comercio y me pidió que la acompañara a la esquina porque se sentía insegura. Llegados a la esquina, la mujer huyó gritando y soltando el disco que había comprado. Lo recogí. Me di vuelta para ver al encargado del comercio, se encogió de hombros. Lo imité.
 
He descubierto ciertas reglas en la forma de paga. Siempre hay algo que debo hacer (acompañar a la mujer) o algo que he hecho (haberle prestado la novela al quiosquero); a su vez, lo hecho se relaciona con cosas que quiero y podría conseguir sin esfuerzo (los cigarrillos) y lo que debo hacer con cosas que quiero y no puedo comprar en ese momento (el disco). Finalmente, la peligrosidad de lo que debo hacer y el grado de locura que se manifiesta en mi ayudante están en relación directa con el precio de lo que deseo. A mayor precio, mayor locura. Ruben no era tonto.
Pero siempre hay locura.
La noche del velorio, mientras caminábamos de vuelta, Mariana Figueroa jugó con la idea de que Ruben contaba esa noche con una clarividencia que nos hacía a todos personajes de su relato. Ruben había escrito, o estaba escribiendo, esa noche. El fondo de la fantasía es accesible, lo que nos interesó con Mariana fue su contorno.
Ruben soltó su imaginación instantánea en el velorio, provocando una pequeña locura en quienes se acercaron a su cuerpo. La locura no se manifestó en ese momento, sino después, como si Ruben hubiera soltado un virus, y al manifestarse contagió a otros que no habían estado junto a su cuerpo (el quiosquero, la mujer). El virus pasa de un cuerpo a otro abandonando al primero, por eso la ciudad mantiene su aspecto corriente a pesar de que hay un número determinado de locos, idéntico al de personas que se acercaron al cuerpo de Ruben, dispuestos a satisfacer mis necesidades materiales.
La teoría es descabellada; que yo pueda obtener lo que quiera sólo deseándolo, también. La verdad está en que todo puede estar en lugar de todo, todos podemos estar equivocados y hay que cuidarse de responder a una sonrisa bonita en la calle; o no, yo qué sé...

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